Reproducimos el último discurso que Don Carlos pronunció en el Capítulo General de las Órdenes Dinásticas de Parma, el pasado 2 de julio de 2022, tras dos años sin celebrarse a causa del COVID.

Estimadas damas, distinguidos caballeros, queridos amigos:

Estamos aquí hoy, unidos en la esperanza, después de haber sido testigos de acontecimientos trascendentales y dramáticos. El mundo que hemos conocido, y en el que hemos vivido, ha sido cambiado repentinamente por hechos que hasta ayer nadie era capaz de imaginar ni remotamente, tal y como escribí en mi libro de 2021 «Nada en exceso».

Es necesario dar un nuevo valor a la naturaleza, a la economía y a la vida después de la pandemia. La pandemia, que ha azotado sin distinción a todo el planeta, ha demostrado sin piedad lo frágiles que somos los seres humanos, tanto en lo personal como en lo general. Todas las estructuras sociales, económicas y políticas han sufrido un golpe que no estaban preparadas para recibir. En este contexto, surgió con fuerza la invitación a moderar nuestro comportamiento como consumidores: demasiados viajes, demasiada producción de ropa y artículos de lujo. Y todo ello, en detrimento de la calidad del planeta que debemos transmitir a nuestros hijos.

Además, hemos tenido que asistir a una guerra en Europa después de setenta y seis años de paz. Las noticias provenientes del frente de guerra nos han enseñado escenas de masacres y barbarie, violencia que creíamos relegada a la parte más oscura de la historia, y que una vez más nos mostraban lo peor del hombre. Las experiencias que hemos vivido en la pandemia y después, aunque sea indirectamente, en la guerra, han marcado nuestra vida, la de todos nosotros, de forma indeleble. No solo por la muerte y devastación que han causado estos hechos, sino también porque han obligado a la gente a detenerse y reflexionar. De esta tremenda experiencia hemos vuelto a aprender el sentido del límite, pero también la conciencia de nuestra humanidad. De nuestra vulnerabilidad y pequeñez como valores.

Para las generaciones más jóvenes ha supuesto un acontecimiento trascendental. Para las generaciones mayores fue como recordar el espectro de tiempos de guerra, descendiendo a un estado de emergencia en el que el sonido desgarrador de las ambulancias, y el triste anuncio de hospitalizados y muertos, marcaban el ritmo de las jornadas.

Uno de los aspectos más dolorosos para muchos fue la conciencia de nuestra fragilidad ante la enfermedad, el dolor y la muerte. Nunca como en este período nos hemos encontrado haciéndonos preguntas sobre cuál es el sentido real de nuestra existencia con la certeza de que lo sucedido reasigna otras prioridades a nuestro devenir. Hemos aprendido que nadie está realmente a salvo en un mundo donde todo se globaliza, incluidas las enfermedades y las guerras, pero también que en una realidad global hay valores que proteger, como la libertad y la dignidad de cada hombre. Es necesario, por tanto, un replanteamiento total de nuestros estilos de vida, una verdadera reinterpretación del concepto de economía y de los modelos de producción, comercio y consumo. Nos dimos cuenta en el momento del cierre forzoso de muchas actividades, que es posible tener un tipo de economía diferente, en particular en el consumo de recursos. Una economía diferente y sostenible, y orientada, sobre todo, al servicio de un bien común.

Llegados a este punto, permítanme compartir con ustedes un recuerdo de mi abuelo, Don Javier. Durante este tiempo he pensado mucho en él. Vivió en una época dominada por las guerras. La economía se había puesto patas arriba por completo y todos vivían con miedo. Como estudiante y luego en el campo de trabajos forzados de Dachau, se enfrentó a las desastrosas consecuencias de la guerra. Siendo él mismo un amante de la paz, se preguntó qué podía hacer, como individuo, en términos concretos, para aliviar el sufrimiento de otras personas, en tiempos de gran injusticia. Hizo algo inaudito en aquellos tiempos para un aristócrata: se ofreció voluntario como camillero para recoger a los soldados heridos en las trincheras. Su trabajo, su esfuerzo, fueron como una gota en el océano.

Me mostró un rumbo, una forma de ser, que aún hoy, después de muchos años, permanece en mi cabeza haciéndome reflexionar constantemente. Como individuo, no siempre se puede marcar la diferencia a nivel macro. Pero, por otro lado, un individuo en lo concreto, en la realización de situaciones prácticas, puede hacer como mi abuelo, marcando la diferencia. Esta enseñanza que me fue transmitida fue recibida por mi abuelo como la aplicación simple y concreta del dictado evangélico de Mateo 25: «Todo lo que hicisteis al más pequeño de estos, a mí me lo hicisteis».

Esta es la forma más sencilla en que podemos mejorar el mundo en el que vivimos ahora: vivir y practicar el enfoque según Mateo 25, tal y como mi abuelo lo concibió a su modo en el momento en que vivió. Pero también hay otro enfoque.
Somos miembros de la comunidad. El sentido de pertenencia a una comunidad se da en efecto al compartir un vínculo de ideales y proyectos con las diversas personas que la componen. En las tragedias ocurridas en los últimos tiempos hemos redescubierto en nuestras comunidades la experiencia de solidaridad que se manifestaba hacia quienes habían sido golpeados por enfermedades o guerras.

En este contexto, me gustaría llamar su atención sobre un desarrollo interesante en la historia de la Iglesia. El Papa León XIII, influenciado, entre otros, por el obispo de Maguncia Wilhelm Emmanuel von Ketteler, que vivió en la segunda mitad del siglo XIX, consideró el principio de subsidiariedad como el fundamento de la enseñanza social católica, que fue elaborado de manera sistemática por primera vez en la encíclica Rerum Novarum. Von Ketteler no se limitó a luchar por la mejora de las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores que, a partir de la Revolución Industrial, constituyeron una nueva gran clase social, sino que consideró que se les debe ayudar, a través de medidas de protección y ayuda concreta, para lograr esta mejora a través de sus propios esfuerzos. El primer borrador del concepto católico de subsidiariedad tenía raíces lejanas porque ya había sido proporcionado por el «Arbeiterbischof» en 1849. El Papa León XIII, en la Rerum Novarum, sentó las bases de una doctrina social católica, en la que, al abrazar el principio de subsidiariedad, también sustituyó efectivamente a cierta teoría católica del Estado, que era aceptada hasta entonces en muchas partes, y que suponía que un monarca, a quien Dios había concedido sus derechos, dirigía el Estado por sí mismo.

La lógica que implementa León XIII en Rerum Novarum no era la del capital o el conflicto social, sino la del Evangelio. Ya en el primer párrafo de la Rerum Novarum, el Papa destacaba criterios que siguen siendo extraordinariamente actuales, criticando la diferencia entre la enorme fortuna y poder de unos pocos individuos y la extrema pobreza de las masas. De hecho, el Pontífice denunció las degradantes condiciones de vida de los trabajadores y argumentó que todo trabajador debe recibir un salario que le permita acumular la cantidad de propiedad privada necesaria para garantizar a su familia una vida ordenada y bienestar, y para lograrlo, el Papa consideró legítimos los sindicatos.

En su opinión, el principio de la libertad sindical garantizaba que los trabajadores que vivían por debajo del umbral de la pobreza fueran más fuertes en las negociaciones y pudieran ganar colectivamente un salario justo. Exactamente cuarenta años después de la publicación de la Rerum Novarum, el Papa Pío XI publicó la segunda gran encíclica social: la Quadragesimo Anno. En plena Gran Depresión –en 1929– se produjo el crack bursátil y la economía de Estados Unidos y Europa fue azotada por altísimos niveles de desempleo.

En esta coyuntura, este Papa, como León XIII, denuncia el despotismo económico de unos pocos a expensas de la prosperidad de muchos. En un momento en que surgían tendencias estatales totalitarias y centralizadoras en forma de fascismo y nacionalsocialismo, el Papa dejó clara la esencia del principio de subsidiariedad.

Lo que los individuos pueden hacer por sí mismos para asegurarse una buena vida nunca debería serles arrebatado. De hecho, es injusto permitir que una comunidad más pequeña sea eliminada, absorbida o diluida en una comunidad más grande por el poder y la capacidad económica. En cambio, debería ser al revés: la comunidad más grande debe apoyar, ayudar y subsidiar a la más pequeña para lograr sus objetivos, de modo que la comunidad más pequeña continúe manteniendo su propio poder e individualidad. En particular, se destaca que las comunidades pequeñas tienen derecho a recibir ese apoyo del Estado.

En la doctrina del Magisterio, y en particular en la encíclica de Pío XI, «Mit brennender Sorge», se define claramente que el principio de subsidiariedad incluye al individuo. De esta consideración básica surge cada vez más la necesidad de actuar de una manera nueva, según los criterios de la subsidiariedad, a través de un compromiso que no nace sólo de un pensamiento ético o de una indicación moral, sino también de la conciencia de que todos los que vivimos en este mundo somos seres humanos y compartimos la responsabilidad común hacia todas las demás personas y hacia el mundo que nos acoge.

Así como mi abuelo reconocía que, en su condición de individuo, podía paliar las necesidades concretas de otro individuo, así también los grupos, como nuestras antiguas Órdenes de Caballería, y como por ejemplo la práctica Orden de Malta, pueden ofrecer subsidio a otros grupos, según al dictado evangélico de que todo ser humano es nuestro hermano. Teniendo en cuenta el principio de subsidiariedad, debemos preguntarnos en qué medida estamos contribuyendo al bienestar, al bienestar real, de otros grupos. ¿Estamos haciendo lo que podemos en este sentido? ¿Hasta dónde llega nuestra sensibilidad con la subsidiariedad? Seguramente en nuestro entorno familiar, con nuestros vecinos, con nuestro país y quizás con un país vecino, como Ucrania, que está pasando por un momento dramático.

Pero ¿y más allá? Si las cosas van mal en Ucrania y Etiopía a causa de la guerra, en India y Pakistán a causa del clima… ¿tiene esto algún efecto sobre nosotros? Cuando vemos cómo suben los precios de nuestros productos de primera necesidad, ¿qué pasa en el resto del mundo, especialmente en los países más pobres?

No siempre somos conscientes de que lo que para nosotros puede significar una gran incomodidad, en otras realidades puede suponer un acontecimiento capaz de provocar malestar social. Y en este contexto, debemos darnos cuenta cada vez más de que son interdependientes, que experimentamos un efecto dominó de «causa y efecto». Cuando hablamos de subsidiariedad debemos ser conscientes de que ser solidarios con los demás determina el impacto de la solidaridad en nosotros mismos.
Paz, justicia, solidaridad, son tres realidades vinculadas: la paz es la certeza de abastecer bienes primarios; la paz es seguridad; la paz es confianza; la paz es amor el uno por el otro; la paz es amor dentro de nosotros mismos. Esta búsqueda de la paz está en riesgo en nuestros días, de forma dramática. A diario recibimos noticias de violencia y muerte. Pero para los cristianos, la experiencia de la muerte está íntimamente ligada a la Resurrección, como acontecimiento central de la Fe. En esta dramática situación, creo que permanecerá en el corazón de todos, la figura solitaria del Santo Padre Francisco, quien, en el período de la pandemia, solo, en oración, fue a pedir misericordia al Señor, implorando el fin del mal. Quizás en ese instante comprendimos el significado de una vigilia: el momento de oscuridad, silencio y dolor ante la Resurrección. Un tiempo marcado por el sufrimiento, lleno de incertidumbre y miedo, pero también de expectativa y esperanza. La misma que el Santo Padre invoca siempre junto a la Paz, y la misma que espero para todos nosotros.

Gracias.

Carlos Javier de Borbón

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Secretaría de Comunicación de Don Carlos Javier de Borbón.