Palabras pronunciadas por Don Carlos de Borbón en el acto académico celebrado en el Urban Center de Trieste, con motivo de la inauguración de la ruta España en Trieste

Trieste, 09 de noviembre de 2024

Buenas tardes.

Quisiera comenzar mis palabras con un recuerdo a Luis Hernando de Larramendi.

Porque hoy estamos aquí reunidos y estamos viviendo esta jornada tan emocionante y tan cargada de simbolismo gracias a su iniciativa, que dejó en marcha antes de fallecer. Haciendo un paralelismo diríamos que, como el Cid Campeador, él también ha sido capaz de vencer las batallas después de muerto. Desde aquí nuestro agradecimiento a él, y por supuesto a la Fundación Ignacio Larramendi, especialmente a su hija Coro, por haber llevado a buen puerto el proyecto que Luis ideó.

Quiero agradecer también a Alfonso Bullón de Mendoza y a Antonio Manuel Moral que estén hoy aquí acompañándonos para ilustrarnos con sus profundos conocimientos históricos. Estoy convencido de que todos vamos a aprender mucho esta tarde. Muchas gracias a ambos.

Os he mencionado el gran simbolismo que revisten los actos que hoy celebramos. Trieste es para nosotros un emocionante recuerdo histórico, sí, pero es mucho más que eso. Podríamos decir que Trieste se nos presenta como un gran epítome del Carlismo, una síntesis de algunos de sus rasgos más reconocibles.

Por un lado, Trieste representa la lealtad. Una lealtad mutua, como he dicho esta mañana en el cementerio de Santa Ana. La de muchos españoles a su Dinastía y también la lealtad de la Dinastía a los españoles, a sus principios, a sus creencias, a sus libertades y a sus instituciones políticas y sociales.

También es Trieste el símbolo de la persecución y el exilio. El que tantos y tantos carlistas, y junto a ellos sus reyes, han sufrido a lo largo de estos casi dos siglos de existencia.

Pero si pudiese elegir uno de los símbolos que encierra esta ciudad, sin duda me quedaría con el de la continuidad del Carlismo en el tiempo. La Catedral de San Justo, donde hemos estado esta mañana, acoge los restos no de una, sino de varias generaciones de monarcas de la Dinastía. Esto es señal de la prolongación a lo largo de los años de ese sacrificio de los carlistas, y por ellos el de sus reyes, década tras década, generación tras generación. 

Alguna vez fuera de España me han preguntado cómo se explica que el Carlismo haya pervivido tanto tiempo. Es una pregunta que nos viene bien hacernos, pues la respuesta a esa pregunta está en las propias entrañas de quienes somos, de lo que somos.

Os pido que por un instante echemos la vista atrás. En 1833, a la muerte de Fernando VII, se contaron por millares y millares los españoles que se alzaron en defensa de los derechos de Carlos V. Entre ellos, la mayoría pertenecía a las clases populares: Por ejemplo, pequeños agricultores, los artesanos, la pequeña nobleza rural o el bajo clero.

Parece obvio, y todos los historiadores serios así lo reconocen, que únicamente los derechos dinásticos de una persona, y más si es frente a otra de su misma sangre, no bastaban  para levantar tales adhesiones, ni de un modo tan inquebrantable. Si solo se tratase de una bandera dinástica, el Carlismo habría desaparecido hace mucho tiempo.

Tampoco logran explicarse muchos de los que se hacen esta pregunta por qué fueron fundamentalmente esas clases populares las que engrosaron las filas del Carlismo y han seguido vinculadas a él a lo largo del tiempo, si el liberalismo y las ideas importadas de las Revoluciones Francesa o Americana venían supuestamente a redimirles del yugo de la aristocracia y del Rey a su cabeza.

Y por último tenemos la cuestión religiosa. Pero tanto la Constitución de 1812, inmediatamente anterior y precursora del conflicto, como el Estatuto Real de 1834 consagraban la unidad católica de España. Y aún así, los carlistas lo combatían.

¿Dónde está la respuesta entonces a por qué tantos miles de españoles decidieron enarbolar una bandera y mantenerla en alto durante tantas generaciones?

Creo que la respuesta no se puede encontrar en ninguna de esas cuestiones por separado, sino en que todas ellas forman parte de una misma realidad.  

Quisiera ofreceros unas breves claves para la reflexión, que por falta de tiempo, no pueden agotar toda la realidad.

España posee una larga tradición en la defensa de sus libertades frente a los abusos del poder político.

Carlos I, por ejemplo, sufrió la revuelta de los comuneros cuando pretendió con sus asistentes traídos de Flandes imponer el estilo de gobierno flamenco a los hombres libres de Castilla.  

Siglos antes de que viese la luz el Carlismo, en los países protestantes surgiría la idea de la monarquía absoluta, que se extendió a algunos países católicos. Mientras en la Inglaterra de los primeros Estuardo se desarrollaba ese concepto del poder ilimitado del monarca basado en una lectura literal de la Biblia. Y Mientras en Francia Jean Bodin, influenciado por el calvinismo, y Bossuet, de influencias galicanas, propugnaban la monarquía de Derecho Divino, en la que la soberanía del monarca era un poder sin límite alguno, en las Españas teníamos como contraposición a la Escuela de Salamanca, o al Padre Juan de Mariana, que defendía el regicidio, inspirado en Santo Tomás, indicando que derrocar e incluso matar al tirano que gobernase en beneficio propio y no de su pueblo no sólo era lícito, sino también sano.

Esto nos da una idea de por qué el absolutismo nunca llegó a implantarse totalmente en España. Precisamente porque, en esa larga tradición, los españoles defendieron vigorosamente sus instituciones y sus normas propias, sus fueros, su autogobierno, frente a las intromisiones del Rey, en numerosas ocasiones.  

Cuando en Francia la Revolución derrocó a Luis XVI y con él a la monarquía absolutista, la República no trajo un régimen de poderes contrapuestos y limitados entre sí, como era el modelo español, sino que, replicando al anterior, otorgó el poder ilimitado a la Asamblea Nacional, dando esa soberanía, ese poder absoluto, al concepto de nación allí representado. A eso hay que sumarle la virulencia anticatólica que caracterizaría a la Revolución francesa.

Todos estos ingredientes constituyeron la receta que llegó a España con la invasión de Napoleón, de la que nacería el régimen liberal posterior, contra el que el Carlismo combatió.

Es cierto que el detonante fue un acto jurídico nulo, la alteración del orden sucesorio contra la ley, arrebatando a Carlos V sus derechos al trono. Pero también lo es que el monarca al que los carlistas defendían representaba justamente lo opuesto a esas ideas extrañas.

Los hombres de aquellos tiempos oían palabras de libertad, pero junto a esos cantos de libertad, meramente teórica, vieron cómo con el paso de los años se les arrebataban los bienes y las tierras comunales que habían disfrutado durante siglos para ir a parar a manos de unos pocos.

Y verían cómo sus viejas instituciones, en las que participaban activamente, desaparecían para dar paso a un sufragio que otorgaba poder ilimitado a sus llamados representantes, sin que pudieran hacer nada frente a sus decisiones, aunque fueran injustas.

Un ejemplo de esto es la inmediata eliminación del mandato imperativo, un recurso que obligaba solemnemente a los procuradores a Cortes a cumplir con el encargo que le habían hecho sus electores. Con la llegada del liberalismo, y esto sigue manteniéndose hoy día, la persona electa pasó a tener una representación del elector que podríamos llamar total, de modo que cuenta con una carta en blanco para decidir en su nombre, pudiendo hacer justo lo contrario de lo que había prometido sin que se le pueda pedir ninguna responsabilidad por ello. Los ejemplos reales en nuestro sistema actual son incontables, incluyendo el aforamiento de los políticos, que les impide ser procesados por determinados delitos en el ejercicio de su cargo, o el derecho a una vivienda digna que propugna la Constitución que, por desgracia, en la práctica todos sabemos que no se cumple.

También la sociedad de aquella época empezaría a asistir a una acumulación del poder político cada vez mayor en los gobiernos centrales, alejándolo de ella, quitándoselo a sus instituciones, que tan queridas les eran y que tan celosamente habían custodiado desde siempre. Y vieron cómo ese poder político cada vez tendría menos límites.

Predicó el liberalismo la separación de poderes, lo que, en la teoría puede parecer magnífico. Pero en la práctica sucedió que donde antes había toda una red de instituciones, poderes contrapuestos en distintos niveles, que se limitaban unos a otros, los tres poderes liberales pasaron a depender, de hecho, del gobierno surgido de las mayorías parlamentarias.

Y también vieron, en fin, el ataque a sus creencias más profundas, a la fe de sus mayores, cada vez más virulento, llegando a convertirse en sangrientas persecuciones, al tiempo que se les predicaban palabras de una supuesta tolerancia.

Por eso el Carlismo ha pervivido en el tiempo. Se trata de un movimiento que no obedece a ninguna ideología, sino que se aferra a la realidad de las cosas.

Donde los liberales teorizan sobre la libertad, los carlistas han propugnado siempre sus libertades, las libertades prácticas que se pueden ejercitar. Las que se  tocan con las manos. Esa libertad de verdad, la que nace del libre albedrío, donde reposa la dignidad del hombre sólo por el hecho de serlo, que le es innata y que no le ha sido regalada al ser humano por ningún gobierno.

Resulta curioso: mientras que Dios, que, Él sí, tiene todo el poder absoluto, hace libre al hombre, los hombres preconizan un poder sin límites, resida este en manos de un rey, de un dictador, o de un parlamento.

Quienes están aquí enterrados nos evocan una historia de lealtad y sacrificio personal.

Hoy, las circunstancias sociales y políticas son distintas a las que vivieron esos carlistas que tuvieron que marcharse al exilio y cuyos restos reposan aquí en Trieste. Pero las grandes cuestiones permanecen.

Que en 2024, en un mundo de cambios vertiginosos, sigamos en búsqueda, angustiada a veces, de un referente que solucione los múltiples problemas y desafíos del presente, es una prueba de la validez de su sacrificio.

La concentración del poder político en unas pocas manos, cada vez más difusas y más alejadas de las personas, es una realidad que se hace más y más palpable. La ausencia de mecanismos e instituciones que sirvan de límite al poder por parte de la sociedad, también. Del mismo modo, un descenso del protagonismo de las comunidades humanas en los asuntos que les afectan, y también una concentración de la riqueza cada vez mayor en unos pocos bolsillos mientras el pueblo se empobrece sin tener mecanismos para remediarlo. Estos hechos tienden a verse agravados con la vertiginosa evolución tecnológica que estamos viviendo.

Hace un mes escaso, en Parma, me dirigía a los caballeros y damas de las órdenes dinásticas hablándoles de los principios de la Doctrina Social de la Iglesia: Dignidad del Hombre, Solidaridad, Bien Común y Subsidiariedad.

Hoy os digo aquí  que el Carlismo es una concreción a la española, avant la lettre, de esos principios permanentes, desde antes de que la Iglesia los formulase con ese nombre. Y es por eso que, respondiendo a la pregunta que nos hacíamos, el Carlismo pervive en el tiempo.

Hoy más que nunca, el Carlismo tiene mucho que ofrecer a la sociedad. Nuestra riqueza doctrinal, que conecta pasado y futuro, ofrece una perspectiva enraizada en principios sólidos: en un mundo injusto la búsqueda de la justicia para todos; en las amenazas a la libertad, la reivindicación de nuestras libertades originarias concretas (nuestros fueros); y en el alejamiento de lo trascendente, el primer pilar de nuestro cuatrilema: Dios, de donde nace nuestra dignidad como hombre. 

Todo esto es, no solamente una contribución invaluable que el Carlismo ofrece a España, las Españas, sino que realmente constituye el carácter más auténtico y genuino del ser español.

Deseo que este acto no se quede solo en una conmemoración, sino que sea, sobre todo, una reafirmación de nuestro compromiso con esta continuidad histórica, que -estoy seguro- traerá bienes concretos a nuestras Españas.

Muchas gracias.


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